Prefacio
La hermosa fábula de Xuá-Xuá,
La hembra prehumana que descubrió el teatro. [1]
La palabra teatro es tan rica en significados —unos complementados, otros contrapuestos.- que nunca sabemos a ciencia cierta de qué estamos hablando cuando hablamos de teatro. ¿De qué teatro estamos hablando?
Ante todo, el teatro es un lugar, un edificio, una construcción especialmente proyectada para espectáculos, shows, representaciones teatrales. En ese sentido, el término teatro engloba toda la parafernalia de la producción teatral —escenografía, luz, vestuario, etc.— y a todos sus agentes-autores, actores, directores y otros.
Teatro puede ser también el lugar donde se producen algunos acontecimientos importantes, cómicos o trágicos, que estamos obligados a contemplar desde cierta distancia, como espectadores paralizados: el teatro del crimen, el teatro de la guerra, el teatro de las pasiones humanas.
Podemos llamar igualmente teatro a los grandes acontecimientos sociales: la inauguración de un monumento, el bautizo de un barco de guerra, la coronación de un rey, un desfile militar, una misa (especialmente la del Papa en el Aterro do Flamenco, con derecho a show musical), un baile (especialmente el de
Frases como <
En el sentido más arcaico del término, no obstante, teatro es la capacidad de los seres humanos (ausente en los animales) de observarse a sí mismos en acción. Los humanos son capaces de verse en el acto de ver, capaces de pensar sus emociones y de emocionarse con sus pensamientos. Pueden verse aquí e imaginarse más allá, pueden verse cómo son ahora e imaginarse cómo serán mañana.
Por eso los seres humanos son capaces de identificar (a sí mismos ya los demás) y no sólo reconocer. El gato reconoce a su amo, que lo alimenta y acaricia, pero no puede identificarlo como profesor, médico, poeta, amante. Identificar es la capacidad de ver más allá de aquello que los ojos miran, de escuchar más allá de aquello que los oídos oyen, de sentir más allá de aquello que toca la piel, y de pensar más alla del significado de las palabras.
Puedo identificar a un amigo por un gesto, a un pintor por su estilo, a un político por las leyes que vota. Aun en ausencia de una persona, puedo identificar su huella, sus rasgos, sus acciones, sus méritos.
Una fábula china muy antigua —diez mil años antes del nacimiento de Cristo— cuenta la hermosa historia de Xuá-Xuá, la hembra prehumana que hizo el extraordinario descubrimiento del teatro. Según esa antigua fábula, fue una mujer, y no un hombre, quien hizo ese descubrimiento fundamental. Los hombres, a su vez, se apoderaron de ese arte maravilloso y, en algunas épocas, llegaron a excluir a las mujeres como actrices: eso fue lo que ocurrió en tiempos de Shakespeare, cuando eran muchachos quienes interpretaban a reinas y princesas. Peor aún, en las representaciones de las tragedias griegas, no se admitía a veces a las mujeres ni siquiera como espectadoras. Por ser el teatro un arte tan fuerte y poderoso, los hombres inventaron nuevas maneras de usar ese descubrimiento esencialmente femenino. Las mujeres inventaron el arte, y los hombres, la tramoya y los artificios: el edificio teatral, el escenario, el decorado, la dramaturgia, la interpretación, etc.
Xuá-Xuá vivió hace varios miles de años, cuando las premujeres y los prehombres aún vagaban por las montañas y los valles, a orillas de los ríos y los mares, por bosques y selvas, matando a otros animales para alimentase, comiendo plantas y frutos, protegiéndose del frío, viviendo en cavernas. Eso fue mucho antes de Neandertal y Cromañón, antes del Horno sapiens y del Horno habilis, que ya eran casi humanos en la apariencia, en el tamaño del cerebro y en su inmensa crueldad.
Esos seres prehumanos vivían en hordas para defenderse mejor de los demás animales, tan salvajes como ellos. Xuá-Xuá, que evidentemente no se llamaba así, no tenía ése ni ningún otro nombre, puesto que no se había inventado aún ningún lenguaje hablado o escrito: ni siquiera el prosomundo, la primera lengua humana, fuente de todas las demás. Xuá-Xuá era la hembra más hermosa de su horda y Li-Peng, tres años mayor, el más fuerte de los machos. Ellos se sentían atraídos mutuamente, les gustaba andar juntos, nadar juntos, trepar a los arboles juntos, olerse el uno al otro, lamerse, tocarse, abrazarse, practicar el sexo juntos, sin saber a ciencia cierta que estaban haciendo. Era bueno estar uno al lado del otro. Juntos.
Un buen día, Xuá—Xuá sintió que su cuerpo se transformaba:
su vientre crecía cada vez más, además de su elegancia. Se volvió tímida, le dio vergüenza lo que le pasaba con su cuerpo, y decidió evitar a Li-Peng. Él no comprendía nada de lo que estaba pasando. Su Xuá-Xuá ya no era
Lí-Peng, abandonado, decidió cazar otras hembras, pero sin la esperanza de encontrar a ninguna otra parecida a su primer amor. Triste destino cuando el primer amor es el más completo, el más pleno y total.
Una noche, Xuá-Xuá sintió que su vientre se movía: cuando estaba a punto de dormirse, el vientre comenzó a balancearse de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sin obedecer a su voluntad. Con el paso del tiempo, su vientre se hinchaba cada vez más y se sacudía, involuntario, por causa de los pequeños pies importunos. Li-Peng, desde lejos, observaba a Xuá-Xuá con tristeza y curiosidad. Lo observaba inmovilizado, como un simple y bien educado espectador de aquel comportamiento femenino incomprensible.
Dentro del vientre de su madre, Lig-Lig-Lé —así se llamaba el niño, aun no teniendo ese nombre, ni ningún otro, porque no se había inventado ningún lenguaje (sea como fuere, se trata de una fábula china muy antigua, en la que siempre se permiten y son bienvenidas las libertades y licencias poéticas)—, Lig-Lig-Lé, estaba diciendo, crecía y se desarrollaba. No podía, sin embargo, distinguir los límites de su propio cuerpo: ¿sería la superficie de su piel el límite de su cuerpo, que flotaba en el líquido amniótico como en una piscina de agua tibia? ¿O se extendería hasta los límites del cuerpo de su madre, que lo protegía? ¿Sería eso el mundo, lo que se extendía más allá del cuerpo de su madre?
Su propio cuerpo, su madre y el mundo entero formaban, para él, una sola y completa unidad. Él era ellos y ellos eran él. Por esa razón aún hoy, cuando sumergimos nuestros cuerpos desnudos en el agua, en la bañera o en el mar, sentimos nuevamente las sensaciones primeras y confundimos nuestro cuerpo con el mundo entero. ¡Tierra madre!
Y ello sucedía de esa forma porque los sentidos del niño aún no estaban totalmente activos. No podía ver porque sus ojos estaban cerrados. No sentía olores porque no había atmósfera en su pequeño mundo cerrado, y, sin aire, no podía respirar. No sentía gusto porque recibía el alimento a través del cordón umbilical y no de su propia boca y su lengua. Tenía pocas sensaciones táctiles porque su piel tocaba siempre el mismo líquido amniótico, siempre a la misma temperatura, y no tenía con qué comparar. En efecto, sabemos que toda sensación es una comparación: podemos entender un sonido porque somos capaces de escuchar el silencio; sentimos los perfumes porque somos capaces de reconocer el mal olor.
La primera sensación más clara que el niño tuvo fue oír. LigLig-Lé era estimulado concretamente por el oído. Captaba perfectamente bien ciertos ritmos continuos, algunos sonidos periódicos y algunos ruidos aleatorios. Los latidos cardíacos los de su madre y los de su propio corazón eran ritmos continuos, ritmos de base, que lo guiaban y le daban un soporte para integrar todos los demás ruidos y sonidos, así como en una orquesta el ritmo es esencial. Oía su sangre y la de su madre corriendo por sus venas como una música melodiosa, además de los inevitables ruidos gástricos y algunas voces provenientes del exterior. Sus primeras sensaciones fueron acústicas. Y, siendo tan importante la melodía, él en capaz de organizar los sonidos, orquestarlos.
La música es la arcaica de las artes, la que está más profundamente arraigada en nosotros, porque comienza cuando aún estamos en el útero de nuestra madre. Ella nos ayuda a organizar el mundo, aunque no a entenderlo. Es un arte prehumano, creado antes del nacimiento.
Todas las otras artes son posteriores a la música y solo aprecen cuando los demás sentidos se desarrollan y se hacen plenos, al mes el niño comienza a ver, Inicialmente sombras que serán mas nítidas con el paso del tiempo. Pero ¿qué es lo que nosotros los adultos, podemos ver? Vemos un torrente infinito de imágenes en movimiento. Por ello necesitamos de las artes plásticas, para fijar esas imágenes, para inmovilizar el propio movimiento en si mismo, capturarlo. Paradoja: ¡el movimiento inmóvil!. El cine llegó para someterlo, dominarlo. El cine ordena el movimiento. Estas artes miran la realdad desde un punto de vista exterior. La danza, por el contrario, penetra en el movimiento y lo organiza desde su interior, cuando los sonidos y los silencios como soporte para esa estructuración visual: la danza traduce el sonido en imágenes, en movimiento: vuelve el sonido visible, palpable.
Son éstos los tres sentidos artísticos: el oído, la vista —los principales— y, entre los actores y, ocasionalmente, entre actores y espectadores, el tacto. Los otros dos, el olfato y el gusto, conciernen a la vida animal y cotidiana. Normalmente, ningún espectador lame ó huele al elenco. Pero ocurre...
Volviendo a nuestra hermosa historia china: unos meses después, durante una mañana soleada, Xuá-Xuá se tumbó a orillas de un río y dio a luz a un niño. Desde lejos, Li-Peng la observaba, escondido detrás de un árbol, incapaz de hacer nada: ¡espectador amedrentado!
¡Era pura magia! Xuá-Xuá miraba a su bebé, sin comprender lo que había surgido de su interior. Aquel cuerpecito minúsculo, que se parecía al suyo, era sin duda una parte suya, que antes estaba dentro de ella y ahora estaba fuera. Madre e hijo eran la misma persona. La prueba concreta de esto era que aquel pequeño cuerpo —parte indisoluble de Xuá-Xuá— incesantemente quería volver a ella, juntar su cuerpo pequeño al cuerpo grande, chupar su seno para recrear el cordón umbilical. Pensándolo así, ella se calmaba: los dos eran ella misma, y ella era los dos. Desde lejos, Li-Peng observaba. Buen espectador.
El bebé se desarrolló rápidamente: aprendió a andar solo, a comer otros alimentos, además de la leche de su madre. Se hizo más independiente. Algunas veces, el pequeño cuerpo ya no obedecía al gran cuerpo. Xuá-Xuá se sintió aterrorizada. Era como si ordenase a sus manos que rezasen, y ellas insistiesen en boxear. Como si ordenase a sus piernas que se cruzasen y se sentasen, y ellas insistiesen en andar y correr. Una verdadera rebelión de una pequeña parte de su cuerpo. Una parte pequeña, pero muy querida, muy amada y aguerrida. Ella miraba sus dos «yoes»: el ella-madre y el ella-niño. Los dos eran ella misma; pero la parte pequeña era desobediente, traviesa, malcriada. Detrás de su árbol, Li-Peng observaba el ella grande y el ella pequeña.
Guardaba distancia, observando.
Una noche, mientras Xuá-Xuá dormía, Li-Peng, curioso, observaba, pues no llegaba a entenderla relación entre Xuá-Xuá y su hijo, y queda crear su propia relación con el niño. Cuando Lig-Lig-Lé se despertó, Li-Peng intentó atraer su atención. XuáXuá aún dormía cuando los dos (padre e hijo) se fueron, como buenos compañeros. Desde el principio Li-Peng supo perfectamente que él y Lig-Lig-Lé eran dos personas diferentes, pues no sabía que éste era su hijo (en definitiva, no veía ninguna relación de causalidad entre los juegos amorosos de la pareja y el nacimiento del bebé). Él era él, y el niño era otro.
Enseñó a su hijo a cazar, a pescar, etc. Lig-Lig-Lé estaba feliz. Xuá-Xuá, por el contrario, se sintió desesperada cuando despertó y no vio el pequeño cuerpo a su lado. Lloraba cada vez más y con mayor sufrimiento, porque había perdido una parte muy amada de sí misma. Gritaba sin parar, entre valles y montañas, esperando que sus gritos fuesen oídos, pero Li-Peng y Lig-Lig-Lé estaban demasiado lejos pan oírla y. cuando la oían, se alejaban más.
No obstante, como pertenecían a la misma horda, Xuá-Xuá reencontró a ambos, padre e hijo, unos días más carde. Intentó recuperar a su hijo, pero el pequeño cuerpo dijo no, porque ahora él estaba feliz con su padre, que le enseñaba cosas que su madre desconocía.
Al oír el perentorio «No», Xuá-Xuá se vio obligada a aceptar que aquel pequeño cuerpo, aun habiendo salido de su vientre, obra suya —1él era ella!—, era también otra persona con sus propios deseos y voluntad. La negativa de Lig-Lig-Lé a obedecer a su madre la llevó a comprender que ellos eran dos, y no sólo uno. Ella no queda estar junto a Li-Peng; no obstante, ése era el deseo de Lig-Lig-Lé: cada uno había hecho su propia elección. Entonces había dos elecciones posibles, dos opiniones, dos sentimientos diferentes: es decir, dos personas, dos individuos.
Ese reconocimiento obligó a Xuá-Xuá a mirarse a sí misma y a verse sólo como una mujer, una madre, una de los dos: la obligó a identificarse e identificar a los otros. ¿Quién era ella? ¿Quién era el hijo y quién era Li-Peng? ¿Dónde estaban y adónde iban? ¿Y cuándo? ¿Y ahora? ¿Y mañana? ¿Y después? ¿Tendría ella otros hombres, al igual que Li-Peng había tenido otras mujeres? ¿Y serían todos tan predadores como Lí-Peng? ¿Qué ocurriría si su vientre creciese otra vez? Xuá-Xuá buscaba respuestas. Se buscaba a sí misma, se miraba: ella y los demás, ella y ella misma; aquí y allá, hoy y mañana.
Al perder a su hijo, Xuá-Xuá se encontró a sí misma y descubrió el teatro.
¡Fue entonces cuando se produjo el descubrimiento Cuando Xuá-Xuá renunció a tener a su hijo totalmente para sí. Cuando aceptó que él era otro, otra persona. Ella se vio separándose de una parte de sí misma. En ese instante fue al mismo tiempo actriz y espectadora. Actuaba y se observaba: era dos personas en una sola —ella misma! Era espect-actriz. Del mismo modo que todos somos ésect-actores. Descubriendo el teatro, el ser se descubre humano.
El teatro es eso: ¡el arte de vernos a nosotros mismos, el arte de vernos viéndonos!
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